Su largo tronco puede llegar a medir 30 metros y tiene enormes ramas que nacen desde la altura. Solo existe en Chile Central, y puede vivir alrededor de medio siglo. Hablamos de la palma chilena, especie colmada de historia y una verdadera sobreviviente de los bosques tropicales que existieron hace 30 millones de años en nuestro territorio, y de la posterior sobreexplotación que se inició durante la Colonia, con el fin de extraer su apetecida savia, a la que llamamos miel de palma.
Distribuida entre las regiones de Valparaíso y Maule, la Jubaea chilensis también es una especie clave de la zona costera del bosque esclerófilo, y en sectores como La Campana o Cocalán, es posible ver a muchas de ellas levantarse erguidas, entre otros árboles y arbustos. Pese a ello, y por diversos factores de origen humano, su población se ha visto muy disminuida, estimándose la sobrevivencia de solo el 5%.
Considerando este escenario y la importancia de proteger nuestra biodiversidad, un grupo de investigadoras e investigadores de Chile y Brasil, desarrollaron un estudio genético de esta especie, información que es fundamental para conocer su estado de conservación y apoyar estrategias efectivas de cuidado y restauración.
La investigación, publicada en la revista científica Plants, estuvo liderada por Paola Jara-Arancio, científica del Instituto de Ecología y Biodiversidad (IEB) junto a Ramiro Bustamante (IEB y Universidad de Chile), entre otras y otros investigadores.
Baja diversidad genética
El objetivo del trabajo fue analizar seis grupos de poblaciones de palmeras, que representan al 95% del total actual, y que se encuentran en las localidades de Culimo, Petorca, Ocoa, Viña del Mar/Valparaíso, Cocalán, y Candelaria. Los resultados de la investigación determinaron que existe un bajo nivel de diversidad genética y alta endogamia en todas las poblaciones estudiadas. Pero ¿qué significa esto y que implicancias tiene para la especie y su supervivencia en el tiempo?
“No existían estudios de este tipo sobre la palma chilena, y en este trabajo concluimos que existía una baja diversidad genética, es decir una alta consanguineidad en todas las poblaciones, lo que implica que su capacidad de adaptación frente a diversas condiciones se vería disminuida. Y cuando no hay adaptación, no hay evolución y eso se puede traducir en un mayor riesgo de extinción para esta emblemática especie”, explica Paola Jara-Arancio.
Contar con una alta diversidad genética es un rasgo fundamental en la naturaleza para que las especies puedan ser más resistentes a los cambios ambientales y de origen humano (antrópicos). Respecto a las causas de esta baja diversidad genética en los palmares de J. chilensis, los autores del trabajo sostienen que se debería a la fragmentación del hábitat, el deterioro del bosque mediterráneo, las actividades humanas, la falta de animales que dispersen sus semillas a larga distancia, y el déficit de regeneración natural.
Respecto a este último punto, Paola Jara-Arancio sostiene que se debe a que los cruzamientos se realizan entre plantas de la misma población o “familiares cercanos” y hay escasa sobrevivencia de plántulas en forma natural. Por otro lado, la dispersión natural de semillas -otro mecanismo que promueve el intercambio de genes- es realizada por pequeños roedores como el degu (Octodont degus) y el cururo (Spalacopus cyanus), animales que se alimentan de estas semillas, y que las trasladan de un lugar a otro. Sin embargo, ambas especies lo hacen a distancias no mayores a seis metros, a diferencia de lo que ocurría antiguamente, cuando este proceso era realizado por especies más grandes, como la megafauna extinta o el guanaco, que movían estos frutos a mayores distancias.
Conservación del patrimonio genético
Paola Jara-Arancio sostiene que estos hallazgos son relevantes para la conservación de esta especie que ha sido declarada en “peligro de extinción” por la IUSN (Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza) y que en nuestro país está protegida por ley. Sin embargo, advierte que pese a ello, hay acciones que no benefician a la conservación, como son los actuales procesos de restauración que no consideran el origen genético de los ejemplares para su propagación.
“No podemos darnos el lujo de perder a la palma chilena ni tampoco a nuestro patrimonio genético. Esta es una especie emblemática de nuestro país y es clave en el bosque esclerófilo. Por eso, las acciones de propagación se deben realizar basadas en evidencia. Quienes están a cargo de ella, muchas veces lo hacen con frutos de distintos lugares, haciéndolos germinar y luego trasplantándolos en cualquier sitio, lo que puede generar invasión genética artificial de una población a otra, y no un intercambio natural de genes. También por esta razón hicimos la investigación, para analizar si los procesos de restauración actuales se estaban haciendo de la manera correcta, y cómo podíamos contribuir a un problema puntual de conservación”, señala la científica. Las y los investigadores del IEB aseguran que, para resguardar a las distintas poblaciones de J. chilensis, toda acción de restauración debe realizarse con semillas de las mismas localidades en las que se hará crecer a los individuos propagados.
Proteger a esta planta emblemática de Chile Central también es clave para conservar otras especies y al ecosistema del bosque esclerófilo en general. Ejemplo de ello es la estrecha y fundamental relación que existe entre la palma y el ratón “cola de pincel” o degu. “Cuando cortas el suministro de coquitos de palma, afectas a toda la cadena alimentaria. En primer lugar, a estos roedores que consumen los frutos y a los depredadores que se alimentan del degu. Por eso, si esta planta desaparece, se pueden generar cambios radicales en estas comunidades y en el ecosistema”, advierte Ramiro Bustamante.
En ese contexto, el científico destaca a la palma chilena como una especie bandera, que requiere del bosque esclerófilo para poder germinar y vivir. “Por esta razón, si queremos conservar la palmera, también debemos conservar a este bosque de Chile Central”, advierte.
El investigador de la Universidad de Chile, reconoce además el valor ancestral de esta especie relicta que sobrevivió y evolucionó en nuestro territorio, desde hace millones de años. “La palma chilena siempre me ha fascinado, porque por el clima que tenemos no debiera estar aquí. Como todas las palmeras, es una especie que originalmente se desarrolló en un clima tropical, pero quedó atrapada en nuestro país, debido al levantamiento de la Cordillera de los Andes. Cuando eso ocurrió, la palma se aisló del trópico y evolucionó en un ambiente semiárido, lo que es muy interesante desde un punto de vista histórico. Se ha documentado también que estos árboles llegaban hasta la orilla del mar, lo que debe haber sido hermoso. Lamentablemente, se estima hemos perdido alrededor del 95% de su población”, explica Ramiro Bustamante.
Al respecto, el ecólogo señala que esta planta ha sufrido las consecuencias de la sobreexplotación humana, inicialmente antes de que de que el azúcar de caña llegara a nuestro territorio. Los colonizadores utilizaban la miel de palma como azúcar, proceso que implicaba cortar el árbol, “lo que trajo mucha mortandad a las comunidades de palmeras”. Si bien en el presente la mayoría de sus poblaciones se encuentran en Parques Nacionales y áreas en las que se promueve su protección, el investigador señala que aún hay comunidades que se explotan, como ocurre en Cocalán, en la Región de O´Higginis.
Por todo ello, las y los autores del trabajo, esperan que los resultados del análisis genético permitan impulsar mejores estrategias de conservación y una mayor toma de consciencia entre las personas. “Chile es un país con muchas especies endémicas, es decir que no se encuentran en ningún otro lugar del mundo. Si no cuidamos nuestras especies, en especial aquellas que tienen baja diversidad genética, es muy grave. Por esta razón, nuestro mayor llamado es a resguardar y conservar todas las especies chilenas, en especial las endémicas y hacer un llamado de alerta hacia quienes toman decisiones y a la comunidad en general para cuidar y valorar nuestro patrimonio genético”, concluye Paola Jara-Arancio.