Por Diego Rivera, Facultad de Ingeniería Agrícola, Universidad de Concepción (@climasocial) y Alex Godoy, Facultad de Ingeniería, Universidad del Desarrollo (@alexgodoyf_ )
El verano de 2014- 2015 es considerado uno de los más cálidos y secos de las últimas décadas, lo cual se ha visto reflejado en innumerables conflictos a nivel de tribunales como de marchas a lo largo del territorio. Uno de sus síntomas evidentes ha sido la sequía prolongada, lo cual ha traído graves consecuencias al sector agrícola -uno de los principales usuarios y demandantes de agua- principalmente a pequeños y medianos agricultores.
Esta situación refleja que el fenómeno de calentamiento global no solo es real, sino que también incontestable y que debemos esperar una mayor frecuencia e intensidad de episodios de este tipo para lo cual debemos prepararnos. En este contexto, ¿a qué podemos atribuir el bajo compromiso o nivel de alerta con estos temas a nivel individual?. Lamentablemente, la evaluación y percepción de los fenómenos climáticos a nivel del individuo responde a lapsos breves de tiempo. Muchos recordarán otros eneros o febreros igual o más secos y calurosos que estos, lo que nos lleva a un segundo punto: el clima en Chile es altamente variable y que esta responde a variaciones de un año a otro como a variaciones de una década a otra. El problema, es el olvido en el consciente colectivo que la tendencia apunta hacia el alza de las temperaturas a través de los años.
La suma de estos factores – variabilidad temporal, percepción individual – no es nada bueno para el manejo de recursos naturales, puesto que hace más difícil e incierta la no sólo la predicción de fenómenos climatológicos, sino también a nivel de comportamiento humano, y por lo tanto la “oferta” como la “demanda” de agua entrarán en conflicto. Si por una parte hablamos de oferta, debemos también hablar de “demanda”. A la par con un clima menos cierto, tenemos un aumento sostenido de la demanda de agua para actividades productivas y consumo humano, las cuales aún están lejos de ser altamente eficientes o lo que es peor, considerar a este fenómeno como un condición en el diseño y operación de actividades humanas.
Cuando la oferta y la demanda no se balancean, hablamos de escasez. Nuestro modelo económico supone que en estas circunstancias “el mercado” es el agente que mejor puede asignar el uso de los recursos. Sin embargo, el mercado del agua – salvo contadas excepciones- es una construcción de papel, un entramado legal más que real en términos físicos que en nada considera ecosistemas, cuencas o ciclos hidrológicos. Por otro lado, asumir el agua como un recurso económico en una función de producción subordinado a maximizar el capital financiero, es desconocer tanto las otras formas de capital –humano, social y natural- además de los servicios que gratuitamente nos son entregados por los ecosistemas.
Cuando el mercado no funciona, la tendencia en las sociedades es recurrir al Estado para que éste sea el regulador de estas, generalmente, asimétricas relaciones – pues la Naturaleza no tiene un representa corporativo, ni muchos menos un representante legal o lobista.
Además de reactivo, tenemos un cuerpo normativo que descansa en el supuesto de los años normales y de un clima estable que obvia la variabilidad del cambio climático. Esta visión estática está en colisión con lo que observamos, veranos más secos y cálidos, inviernos con lluvias más intensas, desplazando el paradigma del clima normal. Por lo tanto, hoy confluyen a esta crisis tres fuerzas conductoras que marcarán el tenor del conflicto hídrico a nivel mundial: una oferta que disminuirá levemente en magnitud pero que será más incierta y variable; una demanda creciente y una legislación basada en el paradigma de los años normales.
Frente a este escenario tenemos algunas posibilidades. Una de ellas es mantener las mismas acciones que hemos realizado hasta ahora, es decir, manejar los recursos tal y como lo hacíamos 30 años atrás lo que se ha demostrado en otras partes del mundo como nefasto, o como segunda opción, integrar el conocimiento científico, el conocimiento de las comunidades y las capacidades del Estado en proveer información y condiciones apropiadas que nos permitan mitigar los efectos (gestión privada del riesgo). Sin embargo, también tenemos la oportunidad de más que mitigar, avanzar en adaptarnos y tomar ventaja de las nuevas condiciones. Esta última opción es la más cara en inversión pero la que debería estar reflejándose en el largo plazo con propuestas de políticas públicas coherentes.
La adaptación requieren de inversión, pero por sobre todo un cambio significativo en nuestra forma de manejar los recursos naturales, esta requiere que la adaptación al cambio climático se libere de la esclavitud de la clásica evaluación de proyectos, del evaluar tendencias usando “la media o el promedio “, el considerar en una planilla Excel que todos los años serán normales o que no hay cambios en los patrones de uso de agua. Todos, desafíos de procesos adaptativos, no técnicos.
Así y todo, esta crisis está lejos de solucionarse en un periodo de gobierno, con cortes de cintas o por parte de un único ministerio único. Adaptarse requiere del esfuerzo de todos los ministerios, de innovación y de la sociedad civil. Estos cambios no se logran año para otro, pero debemos comenzar a diseñar desde ahora una hoja de ruta a la sustentabilidad en sistemas hídricos, tal manera de no lamentar la inacción actual y pensar de una vez que el desarrollo sustentable es posible y no una sentencia de moda.