Este 17 de junio se conmemora el Día Internacional de Lucha contra la Desertificación y la Sequía, que este año se centra en la restauración de tierras para su recuperación. Hoy el agua se ha convertido en un factor limitante para el desarrollo que afecta y determina la calidad de vida de las comunidades. Hacia el año 2025, 48 países con más de 2.800 millones de habitantes (35% de la población mundial proyectada para 2025) se verá afectada por estrés hídrico o la escasez agua.
En Chile, la prolongada sequía, con hasta un 90% de déficit de precipitación en algunas zonas, ha acelerado el proceso de desertificación y pérdida de suelos, que se observa principalmente en la zona central, la cual concentra el mayor porcentaje de crecimiento urbano y demográfico del país.
Es así como vemos que uno de los factores que influencia la demanda de agua dulce es el exponencial aumento de la población y la continua urbanización de los territorios. Esto ha generado que la fragmentación del hábitat natural sea una de las principales amenazas para la conservación de la biodiversidad, lo que se traduce en la disminución y empobrecimiento de los servicios ecosistémicos que ella nos provee. El equilibrio de estos servicios se basa en el desarrollo armónico de sus ciclos. En lo que respecta al agua y su disponibilidad, es uno de los servicios ecosistémicos que se ha visto más afectado y perturbado en estas zonas.
En el caso de las ciudades, podemos observar que ellas obstruyen el normal desarrollo de este ciclo, dadas las grandes superficies impermeabilizadas principalmente a través de la pavimentación y la construcción de edificaciones e infraestructura, que disminuyen la capacidad de infiltración y aumentan la escorrentía superficial del agua. El rol del suelo como regulador del balance de agua se encuentra considerablemente alterado en ambientes urbanos lo que dificulta aún más la capacidad de recuperación y generación de este recurso. En las zonas rurales, las precipitaciones penetran lentamente en el suelo, se infiltran y recargan napas subterráneas, por lo que la escorrentía superficial es menor; esto permite disminuir y prevenir la erosión del suelo y ayudar a que el flujo superficial termine en un curso de agua. Sin embargo, en una zona urbana este trayecto se efectúa mucho más rápidamente. La mayoría de las ciudades se han planificado y construido sin contemplar como funciona el ciclo del agua dentro de ellas, sin considerar un manejo integrado de cuencas hidrográficas y su comportamiento, obstruyendo o desviando cauces naturales, quebradas o simplemente impermeabilizando zonas claves, necesarias para la absorción e infiltración de este recurso. Esto conlleva un aumento de las inundaciones y riesgos ambientales como aluviones, deslizamientos de tierras, contaminación de aguas, entre otros. Además, no existe una adecuada planificación y protección de áreas silvestres alrededor o dentro de estas zonas urbanas, que les permita actuar como elementos reguladores de este ciclo.
En este contexto, las áreas verdes urbanas adquieren una vital importancia, ya que no sólo representan múltiples beneficios para los ciudadanos, como zonas de recreación, reguladoras de la temperatura, el ruido, los contaminantes atmosféricos, entre otros; sino que también son los principales focos de infiltración y retención de aguas lluvias.
Replantearse en cómo gestionamos de manera sostenible el agua en nuestras ciudades implica el incorporar el diseño y manejo del espacio público como un elemento estructurador para gestionar este recurso.
Actualmente existe iniciativas en torno a estas temáticas como los son los parques inundables que se han desarrollado en algunas ciudades del país, como el Parque Inundable La Aguada (ubicado en el Zanjón de la Aguada, en Santiago) y el Parque Inundable D’Agostini (en Punta Arenas). Estos espacios se basan en el escurrimiento superficial de las aguas, combinando canales abiertos, zonas con lagunas permanentes y áreas verdes. El objetivo es que cuando el cauce de aguas vea sobrepasada su capacidad se comienzan a inundar controladamente los parques conduciendo aguas lluvias en distintos niveles. Estas zonas no sólo aportan a la gestión sustentable del agua, sino que cumplen múltiples funciones al otorgarle a los ciudadanos espacios de recreación mejorando la calidad de vida, mitigando además el riesgo asociado a inundaciones, disminuyendo la contaminación de cuerpos de agua y reduciendo su escasez.
También existen otras oportunidades que se pueden aprovechar para ayudar a la gestión sustentable del agua en las ciudades. Actualmente, la falta de planificación urbana ha conllevado a que en nuestras ciudades existan áreas urbanas residuales o sitios eriazos; donde encontramos retazos de terrenos como bandejones, esquinas, rotondas, entre otros; que se presentan como “no lugares”, espacios sin una función aparente, muchas veces destinados a convertirse en basurales o zonas aptas para la delincuencia o el narcotráfico. Todos estos espacios son potenciales focos para el desarrollo de áreas verdes a través de un diseño urbano sensible al agua, que considere el ciclo natural de ella como parte de la dinámica del espacio urbano y que cumplan con la función de gestionar o ser retenedoras de agua, aumentando las superficies “blandas” o no pavimentadas que absorben las aguas lluvias de todas las intensidades. Esto también se ajusta a la iniciativa de la restauración de tierras que plantea la ONU, ya que no sólo se estaría ayudando a gestionar el agua, sino que sería un aporte a recuperar el suelo a través de incorporación de vegetación, la cual siendo nativa ayudaría a potenciar la dispersión de especies y proteger la biodiversidad de zonas silvestres aledañas, además de aumentar la calidad de vida de la población a través del uso multifuncional de estos lugares, entre muchos otros beneficios.
Pero esto no puede ser una medida aislada o enfocada sólo a un espacio en específico, es necesario realizar un catastro adecuado de estas áreas en las ciudades, de manera de hacer una recuperación integral a escala global, disminuyendo considerablemente el porcentaje de superficie pavimentada versus el porcentaje de zonas más permeables al agua, contribuyendo de manera efectiva a combatir la sequía y la desertificación.