La devastación que dejan los incendios forestales va más allá de lo que podemos percibir a simple vista. El impacto del fuego sigue presente incluso cuando las llamas ya se han apagado, porque además de amenazar vidas y comunidades y consumir árboles o pastizales, los incendios destruyen ecosistemas vitales para la naturaleza y las personas, diezman la biodiversidad y dañan sus procesos, así como también deterioran los medios de vida, las economías locales y la propia salud de quienes viven en las zonas afectadas. En el largo plazo su huella es igualmente visible, debido a las consecuencias climáticas que tiene la liberación de millones de toneladas adicionales de dióxido de carbono.
Ante este cúmulo de preocupantes efectos, queda claro que prevenir estos siniestros será siempre la mejor estrategia. Pero, ¿por qué se hace cada vez más difícil evitar que el fuego nos golpee con más fuerza cada temporada?
En general, los seres humanos somos responsables del 75% de todos los incendios forestales a nivel global (lo que llega a un 95% en el caso de Chile) como lo destaca el reporte de WWF Fires, Forests and the Future. Por lo mismo, la mayor parte de las soluciones también pasa por nuestras manos. Esto se vuelve más necesario durante esta temporada, que según el mencionado informe, podría ser más activa y peligrosa tanto a nivel global como regional, dado el aumento de 13% en las alertas de incendios entre 2020 y 2019.
Sabemos que el cambio climático y los incendios forestales se potencian mutuamente y también estamos viendo que estos siniestros actualmente son más grandes, más intensos y tienen una duración mayor a la que estábamos acostumbrados. En Chile, efectivamente, se ha registrado una ampliación de la temporada de fuego forestal, donde los patrones espaciales y temporales de estos siniestros se han hecho cada vez más recurrentes, extensos y extremos. Según datos del Centro del Clima y la Resiliencia (CR)2, entre 1985 y 2009 la temporada de grandes incendios se extendía entre noviembre y abril. En el período 2010-2018, en tanto, esa ventana temporal se ha ampliado desde octubre a fines de mayo.
Frente a estos nuevos escenarios, la proactividad y el compromiso se vuelven imprescindibles para una respuesta efectiva, con acciones concretas en terreno, las cuales deben centrarse en los bosques, las personas y también abordar el cambio climático. La prevención y el control deben tomar en cuenta los nuevos patrones, e incorporar con más fuerzas aspectos de educación ambiental, vigilancia comunitaria, buenas prácticas –por ejemplo, evitar las quemas agrícolas- y el cumplimiento de los periodos de prohibición de fuego establecidos por Conaf.
En una mirada de más largo plazo, también es necesario fortalecer la institucionalidad relacionada con los incendios e impulsar procesos de restauración ecológica de paisajes y bosque nativo. Estas acciones también aportan a la prevención, dado que reconstruir el paisaje con mayor heterogeneidad contribuye a frenar la propagación de incendios, en contraste con lo que ocurre frente a grandes extensiones de monocultivos forestales. Luego, también tienen un efecto positivo en la recuperación de las áreas incendiadas, evitando la erosión de los suelos y reconectando corredores para biodiversidad, entre otros beneficios. Asimismo, se requiere mantener y profundizar la ambición en torno a la acción climática, incrementando los compromisos e incorporando más aún las soluciones que pueden venir desde los bosques y la propia naturaleza en general.
Chile no puede olvidar la tragedia que el fuego ocasionó en 2017, con casi 600 mil hectáreas destruidas, pueblos arrasados, más de tres mil damnificados y once víctimas fatales. No debemos bajar los brazos frente a los incendios forestales, porque sus impactos serán cada vez más graves y permanentes, tanto para la naturaleza como para las personas y el clima.