Por Nicolás Jobet, gerente de Desarrollo de Socovesa Santiago.
Querámoslo o no, hoy nos enfrentamos a un nuevo Santiago, con un nuevo “skyline”. Las construcciones en altura se asoman en un creciente número de barrios, cambiando la escala, la densidad y en consecuencia nuestra forma de vivir la ciudad. Por otro lado, las áreas verdes de nuestra capital, bálsamo para la intensa vida citadina de millones de habitantes, parecen ser insuficientes, distribuidas desigualmente en el territorio -tanto cualitativa como cuantitativamente hablando- y, por consiguiente, altamente valoradas.
Y es que las preferencias de los santiaguinos han cambiado: cada vez más personas prefieren vivir en departamentos en ubicaciones centrales, cuyas superficies se han ido reduciendo en el tiempo, lo que implica una creciente necesidad por el uso de espacios exteriores de esparcimiento. En este contexto, el acceso a áreas verdes se torna esencial para la vida urbana, porque además de su rol fundamental a nivel medioambiental, son espacios sociales de interacción e incluso contribuyen a la salud física y mental de la población.
El problema es que, a nivel agregado, el Gran Santiago tiene en torno a los 5 m2 de área verde por habitante, lo que está muy por debajo del estándar recomendado por la Organización Mundial de la Salud, que para zonas urbanas como la nuestra debería alcanzar los 9 m2. Y al desagregar estos datos, se revela además la desigual distribución de dichas áreas verdes en el territorio: mientras Vitacura lidera el ranking metropolitano superando los 20 m2 de área verde por habitante, las comunas de la zona sur de Santiago no alcanzan en promedio los 3 m2/hab.
Estos antecedentes plantean un gran desafío para el mundo público y privado. Desde las políticas públicas, es una buena noticia que la Política Nacional de Desarrollo Urbano dé cuenta de los déficits que tienen nuestras ciudades en esta y otras dimensiones. Ahora es tiempo de que los instrumentos técnicos que norman el desarrollo de la ciudad sean el reflejo de una planificación urbana de largo plazo, es decir, que puedan responder desde la técnica a la pregunta política de qué ciudad queremos tener. Está por verse si la Ley de Aportes al Espacio Público, cuyo reglamento aún no ve la luz, será una iniciativa que contribuya a reducir estas brechas urbanas. Y desde la industria inmobiliaria el desafío es igual de importante: resulta urgente avanzar hacia un nuevo estándar de proyectos que considere, desde su génesis, soluciones de diseño que signifiquen un aporte directo o indirecto para su entorno.
Un ejemplo de cómo hacerlo es incorporando más y mejores áreas verdes en los proyectos de edificios. Es cierto que la industria se enfrenta a una creciente dificultad para encontrar terrenos atractivos para el desarrollo de proyectos, lo que dificulta a su vez la incorporación áreas verdes. Sin embargo, es posible materializar este propósito desarrollando edificios de densidad media en ubicaciones pericentrales –zonas cercanas al anillo de Américo Vespucio, tales como Maipú y La Florida- que además cuenten con subcentros bien dotados de equipamiento y servicios. En estas ubicaciones, es viable impulsar desarrollos que incorporen más y mejores áreas verdes de las que hoy encontramos habitualmente en los edificios más densamente poblados de las zonas céntricas, generando un efecto de “oasis urbano”, con todas sus positivas consecuencias a nivel medioambiental y de bienestar psicosocial.
Desde luego que este tipo de proyectos por sí solos no darán solución a los déficits históricos en nuestras ciudades, pero sí son un camino para repensar la ciudad con desarrollos que no solo procuren maximizar el retorno para los inversionistas, sino también para la sociedad en su conjunto.