La evidencia científica es ineludible: los impactos del cambio climático son visibles y afectan de manera profunda el bienestar, las actividades productivas, la economía y los ecosistemas de todo el planeta. Si bien los impactos son desiguales entre países, regiones y grupos humanos, la crisis nos convoca a todos y todas y nos llama de manera urgente a implementar medidas de mitigación y adaptación.

Mientras que la mitigación (la reducción de gases de efecto invernadero) ha sido concebida como un gran esfuerzo colectivo que requiere un compromiso global vinculante, la adaptación (la gestión y reducción de los riesgos e impactos) se había considerado tradicionalmente una responsabilidad individual de cada país o actor. Sin embargo, este paradigma comenzó a cambiar en 2015 con el Acuerdo de París, donde se gestó la visión de que la adaptación también debía ser un esfuerzo mancomunado, una necesidad de trabajo equitativamente repartida para construir sinergias que hicieran al planeta, sus personas y ecosistemas más resiliente a los impactos producidos por el aumento de las temperaturas o el incremento en la intensidad y frecuencia de eventos extremos, entre otras amenazas climáticas.
Dar forma a esta meta global de adaptación no fue sencillo, ya que hubo que esperar a la COP28 en Dubái para que, finalmente, se aprobaran las primeras metas que otorgaban un marco más claro a este compromiso colectivo. El paso siguiente fue crucial para evaluar el progreso real de la acciones de adaptación implementadas: construir indicadores y criterios medibles. Y para ello, se encomendó a un conjunto de expertos por dos años a proveer un conjunto de indicadores y métricas de adaptación y resiliencia que sería presentado en la COP30 de Belém.
El proceso de construcción de estos indicadores no estuvo exento de polémicas. Lo que debía ser un proceso técnico que definiera las métricas más adecuadas se transformó rápidamente en una discusión y debate político que mostraba una vez más la tensión entre el Norte y el Sur global. Mientras que los países desarrollados mostraron cierta reticencia a adoptar métricas que pudieran aumentar las demandas de financiamiento y el apoyo hacia las naciones en desarrollo, los países en desarrollo mostraban preocupación que ciertas métricas diluyeran sus necesidades y que los hicieran parecer «menos vulnerables».
En medio de esta encrucijada, los expertos después de analizar más de 7.000 indicadores lograron presentar cerca de 100 indicadores que respondían a las metas fijadas en la COP28 de Dubái. Estos 100 indicadores, aunque incompletos y con metodologías aún por refinar, representaron un avance significativo y permitieron reflexionar sobre las capacidades para medir avances en adaptación y reducción riesgos, así como identificar las limitaciones sobre cómo se deberían evaluar el progreso en adaptación con transparencia.

Sin embargo, durante la COP30 de Belém, la propuesta de los 100 indicadores se encontró con profundas divisiones. Durante todo el proceso de negociación que duró 2 semanas, los diferentes borradores oscilaron entre la aceptación total y el rechazo absoluto. El resultado final, como suele ocurrir en estos complejos procesos multilaterales, fue la mediación: se aprobaron un total de 59 indicadores creados durante la misma COP y se acordó que su implementación sería voluntaria para no generar una carga extra. Más allá de esto, también se acordó que en el proceso de implementación de indicadores vendría acompañado de un programa de apoyo que durará 2 años y que permitirá mejorar y hacer más implementables estos indicadores.
Es difícil etiquetar este desenlace como un simple éxito o un fracaso, pero sin duda es duda un hito sobre el cual edificar y avanzar, ya que por primera vez los Estados cuentan con una base de métricas de adaptación que permitirá entender la efectividad de las medidas de adaptación y los avances en resiliencia.
Ahora bien, una pregunta clave que debe hacerse cada país y actor subnacional es: ¿Qué tan alineados están los esfuerzos en adaptación con estas métricas base aceptadas durante la COP30? Si bien algunos países optarán por esperar a que la implementación de estos indicadores se vuelva obligatoria (lo cual podría tardar años), la experiencia muestra que los pioneros obtienen la ganancia. Ser los primeros en adoptar y gestionar los datos que alimentan estos indicadores no solo reduce los costos futuros y aumenta la capacidad de adaptación, sino que también atrae inversión y posiciona al país a la vanguardia.
Esperamos que Chile, que históricamente ha jugado un rol de avanzada en América Latina en la gestión de datos y la transparencia climática, asuma este compromiso formalmente. Es el momento de tomar esta experiencia global, enriquecerla con las realidades nacionales, y ser pioneros a nivel regional para construir la transparencia y avanzar hacia ese objetivo colectivo de adaptación que nos beneficiará a todos y todas.





