La naturaleza “invisible” del suelo es clave para mitigar los efectos del cambio climático

En el suelo viven millones de microorganismos que cumplen roles esenciales para el planeta, como regular el flujo de CO2 entre la superficie y la atmósfera. Los científicos avanzan en su conocimiento, mientras advierten que su degradación empeora el impacto de la crisis climática y acelera la pérdida de funciones ecosistémicas claves.

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Suelos en Parque Nacional Conguillío. Créditos: Cecilia Pérez.

Si tomamos una cucharadita de suelo, podríamos encontrar en un solo gramo alrededor de 100 mil especies de microorganismos, ya sean bacterias, hongos o protistas, que cumplen roles esenciales en procesos tales como el reciclaje de nutrientes, la retención de agua y la acumulación de carbono. Aunque actúen en una escala muy diminuta para nuestros ojos, la ciencia ha develado, por ejemplo, que el suelo almacena tanto carbono como la vegetación y la atmósfera combinadas.

Esto ha llevado a investigadores de todo el mundo a tratar de dilucidar cómo las características y procesos del suelo influyen en el flujo de dióxido de carbono (CO2), en especial la emisión y la captura de este compuesto, siendo esta información fundamental para mitigar la crisis climática.

Por ello, la prestigiosa revista Nature Communications publicó el primer análisis global de los suelos de 86 lugares del mundo, abarcando distintos tipos de climas, vegetaciones y comunidades microbianas de seis continentes, incluyendo muestras de Bolivia y Chile en representación de Sudamérica.

“Este tipo de investigaciones globales son importantes porque nos van a permitir ubicar sitios y ecosistemas dentro del planeta donde sabremos si están actuando como fuentes que liberan carbono o como sumideros que lo capturan. Eventualmente, vamos a tener que hacer un mapa mundial que nos muestre qué ecosistemas proteger, no solamente por su atractivo paisajístico, sino por el rol que cumplen”, destaca Fernando Alfaro, investigador del Instituto de Ecología y Biodiversidad (IEB) y académico de la Universidad Mayor, quien formó parte del estudio que congregó a expertos de numerosos países como España, Alemania, Taiwán, Japón y Australia. 

El objetivo del trabajo fue identificar qué factores impulsan, a nivel planetario, el “efecto cebado”, un fenómeno que ocurre cuando se agrega a los suelos un elemento que contiene carbono o nitrógeno (por ejemplo, la hojarasca de plantas o los fertilizantes químicos), lo que influye en la descomposición de la materia orgánica, realizada por los microorganismos, y en el flujo de carbono entre la tierra y la atmósfera.  

El estudio incluyó muestras de zonas áridas de Bolivia y del Parque Nacional Conguillío (Región de La Araucanía), como exponente de los bosques templados de Chile.


 Parque Nacional Conguillío.
Crédito: Paula Díaz Levi.

De esa manera, y tras una serie de experimentos, el equipo internacional de investigadores descubrió que, en los suelos de climas más templados y tropicales, donde hay una mayor cobertura vegetal y más materia orgánica, este fenómeno es menos intenso ya que los microorganismos están mejor adaptados a recibir nutrientes, principalmente de las propias plantas.

Distinto es lo que ocurre en suelos de climas más áridos que poseen una menor cantidad de cobertura vegetal y materia orgánica. En estos sitios, los microorganismos se ven fuertemente estimulados por los nutrientes que reciben, lo que podría provocar que liberen CO2 a la atmósfera.

Cecilia Pérez, científica del IEB que también participó en el estudio internacional, puntualiza: “Pierden más CO2, pero no solamente los suelos áridos, sino que los agrícolas, es decir, cuando se cambia el uso de la tierra, por ejemplo, transformando un bosque en un terreno para la agricultura, este pierde carbono”.

En ese sentido, los bosques templados del sur de Chile tienen una alta capacidad de almacenar carbono, nitrógeno y fósforo, pero cuando son cortados para establecer monocultivos agrícolas o forestales (por ejemplo, de pinos y eucaliptus), “inmediatamente van a comenzar a mineralizar y descomponer esa materia orgánica, y todos esos nutrientes que estaban almacenados en el suelo se pierden del ecosistema”, añade la investigadora.

Si bien los bosques son reconocidos como reservas de carbono, paisajes áridos como los desiertos, y sus salares, no se quedan atrás.

“Si tú vas a Chiloé, percibes a los árboles y al bosque como un sistema dinámico que está funcionando. En cambio, cuando visitas el desierto de Atacama, puedes creer que ‘no hay nada’, pero si ocupas una lupa más grande, encontrarás comunidades vivas, muy activas, pero que funcionan a un nivel muy pequeño, que son los microorganismos del suelo. Son grupos muy distintos, pero cumpliendo funciones similares”, subraya el académico de la Universidad Mayor.

Alfaro detalla que, en el caso de los salares “son sistemas muy dinámicos, que se inundan estacionalmente. Los microorganismos que están en estos ambientes juegan un rol increíble, en términos de ciclo de nutrientes y de carbono. Son un experimento natural espectacular para estudiar”.


Salar de Atacama en Desierto de Atacama .
Crédito: Diego Bravo.

“Sorprendentemente, hasta hace unos años se pensaba que el suelo en los ecosistemas semiáridos y áridos, como los del norte de Chile, aportaban muy poco en el ciclo del carbono. El avance de las técnicas, sobre todo moleculares y biogeoquímicas, ha permitido cuantificar distintas funciones del desierto, y nos han abierto los ojos. Los microorganismos de los suelos áridos son súper importantes”, asegura.

La huella del tiempo

Los ecosistemas pueden verse perturbados por distintos eventos, tales como inundaciones, una erupción volcánica, o el retiro de un glaciar.

Desde el instante que inician su desarrollo posterior a la perturbación, son múltiples los factores ambientales que pueden afectar su destino final. Este tipo de cambios que experimentan los ecosistemas durante miles de años, y donde los microorganismos del suelo juegan un rol central, inspiraron otro trabajo que fue publicado en la destacada revista Proceedings of the National Academy of Sciences (PNAS), y que igualmente contó con la participación de los dos investigadores del IEB.

Conguillío también formó parte de este estudio debido a su reconocida actividad volcánica que ha esculpido sus icónicos paisajes. De esa manera, este sitio aportó con datos sobre los efectos en el suelo de distintas erupciones, como la ocurrida en 1957, incluyendo además muestras de un cerro isla que alberga un bosque de Nothofagus, el cualcrece en medio de lavas de 60 mil años de antigüedad.

Fue así como la investigación publicada en PNAS mostró que “la diversidad de los microorganismos del suelo aumenta con el tiempo, y en paralelo con la diversidad de las plantas. Por lo tanto, están íntimamente relacionadas las dos. Esto significa que, si tú pierdes la diversidad de vegetación, vas a perder también la del suelo y todas las funciones ecosistémicas que ellos cumplen”, detalla Pérez.

Actualmente, ha sido la humanidad la que ha sometido a la tierra a presiones crecientes al transformar y degradar ecosistemas completos para la agricultura, ganadería, minería y urbanización, entre tantas otras acciones relacionadas con nuestra forma de vida, producción y consumo.  

Es esta modificación en el uso del suelo una de los principales causantes del denominado “cambio global”, concepto que describe la transformación a escala planetaria que ha provocado el ser humano a través de sus actividades, y que abarca a otros fenómenos, entre ellos el cambio climático y la pérdida de biodiversidad.

“En Chile ha sido el cambio en el uso del suelo uno de los principales problemas”, advierte la científica.

Esto ha sido corroborado por entidades internacionales. El cambio en el uso del suelo ha sido identificado como uno de los cinco impulsores directos de la pérdida de la biodiversidad a nivel mundial, de acuerdo a la Plataforma Intergubernamental Científico-Normativa sobre Diversidad Biológica (IPBES).

A esto se suma el último informe del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC), sobre la desertificación y la degradación de la tierra, advirtiendo que no solo merman su productividad (comprometiendo la seguridad alimentaria), sino también su capacidad para absorber carbono.

De esa forma, y en una clase de “círculo vicioso”, la degradación del suelo exacerba el impacto del cambio climático y éste acentúa, a su vez, la transformación de la tierra, por ejemplo, a través de la sequía.

Alfaro recalca que, estudios a escala global como el de Nature y PNAS, “dan una idea de lo que pasa también a nivel local, y son súper importantes a la hora de generar nuevas políticas de desarrollo, permitiendo sostener estos ambientes que tienen distintos tipos de fragilidades que antes no se conocían”.

Pérez concluye: “Lo importante es resguardar la biodiversidad de los organismos del suelo. Todos los efectos del cambio climático son a nivel global, entonces los factores que los regulan, y cómo nosotros podemos recuperarlos, también van a ser soluciones globales”.

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